Desde los inicios de la humanidad, la contemplación de la belleza y la búsqueda por descifrarla ha llevado a múltiples cuestionamientos de grandes pensadores, sin poder llegar hasta el momento a un concepto universal o permanente de la misma. Cuestiones temporales, culturales, económicas e incluso tecnológicas han determinado, en cada momento de la historia, la manera de entender la belleza.
Durante la prehistoria, las primeras aproximaciones de la imagen se manifestaron en pinturas rupestres y esculturas como la Venus de Willendorf, cuya robusta morfología femenina con atributos sexuales exagerados denotaban la importancia que se daba en esos tiempos a la fertilidad.

Más adelante, las grandes civilizaciones de la antigüedad centraron su ideal estético en la perfección de la creación, donde tanto la naturaleza como el hombre mismo comparten propiedades de equilibrio, proporción y armonía.
La cosmovisión egipcia trascendió este entendimiento en las figuras icónicas de Nefertiti con su rostro perfecto, y en Cleopatra, quien a través del adoctrinamiento simbólico, logró perfilar su imagen como semi diosa bella y poderosa. Mientras los egipcios generaron los primeros cánones de proporción corporal usando el puño como unidad de medida en una proporción de 18 puños, los griegos y su experiencia matemática determinaron el estándar de proporción en siete, y más tarde en ocho cabezas. Las deidades de la belleza, Afrodita y Venus, fueron plasmadas en hermosas esculturas como testimonio de antiguos cánones griegos y romanos. Bello era rendir culto al cuerpo.
La Edad Media, dominada por el cristianismo, mantiene el ideal de proporción y armonía, pero entendida como un don divino. Esta proporción divina (ya no matemática) se debe a la semejanza del hombre con Dios. Por otro lado, las invasiones bárbaras generaron una importante influencia nórdica que explica la piel blanca, pelo rubio, cuerpo delgado y ojos chicos como máximos estéticos. El medievo muestra el eclipse del culto al cuerpo, que ahora debe cubrirse; la belleza se vuelve pura y discreta; y surge el concepto de la belleza espiritual, de lo bello en lo bueno.
En el Renacimiento, las ideas clásicas son replanteadas de manera ejemplar en el Hombre de Vitruvio de Da Vinci, donde en una imagen muestra las proporciones perfectas del cuerpo humano. Obras como El Nacimiento de Venus de Botticelli y el David de Miguel Ángel representan la estética del momento, donde también la juventud es sinónimo de belleza.
En sentido contrario, durante el Barroco, lo artificial y recargado, la apariencia y la fastuosidad cobran relevancia. El maquillaje, perfumes, joyas y pelucas se vuelven indispensables. Las Tres Gracias de Rubens expresan un concepto de belleza mucho más voluptuoso que la época que le precede.
El neoclásico regresa a la naturalidad, mientras más tarde el Romanticismo presencia al sentimiento dominando la estética y la razón. La belleza puede serlo todo, es cambiante, llegando a caer incluso en la irracionalidad de la palidez y delgadez enfermiza. Por su parte, la llegada de la Revolución Industrial trae consigo una nueva burguesía y el utilitarismo, lo que implica un cambio en el concepto de belleza pues el Objeto debe ser además de bello, útil.
En la estética contemporánea se busca romper con el pasado, presentándose cambios más acelerados de estilo. Comienzan las modas que anulan el discurso anterior, que regresará remasterizado años después. Surgen modelos, diseñadores, fotografía y cine y con ello un concepto de belleza extrínseco, sujeto a interpretaciones subjetivas.

El siglo XX tambalea de las Gibson Girls y la belleza de la mujer americana común en los 1910, a las delgadas y andróginas flappers una década después; luego de las curvas y reloj de arena admiradas en los siguientes veinte años consecutivos, a la voluptuosidad de estrellas de cine como Marilyn Monroe en los cincuentas; para regresar a la delgadez extrema de Twiggy en los 60s, después a la figura fitness de los 80’s, y finalmente a los noventas con la dualidad Kate Moss/Pamela Anderson.

En la actualidad, el consumismo es la nueva cultura y son las marcas quienes dictan a su conveniencia el estándar estético a seguir. El placer al contemplar algo tiene un carácter socio cultural de masas, superficial y efímero, y no se conecta con la esencia, ni del objeto ni del sujeto que lo contempla. Aun cuando los estándares de delgadez y perfección siguen siendo perpetuados por los medios de comunicación, la globalización y la hiper conectividad tecnológica ofrecen un bombardeo visual y una multiplicidad de interpretaciones y tendencias contradictorias, donde la belleza puede ser todo y nada a la vez.

Si bien se maneja un discurso que aplaude lo natural, la diversidad y el body positive, la realidad ofrece excesos de imágenes con belleza artificial; y el abuso de cirugías, photoshop y filtros va en aumento. Esta búsqueda por una perfección irreal, aunado a un también creciente vacío emocional, provoca una insatisfacción constante en hombres y mujeres. La verdadera crisis de la belleza estriba en que olvidamos lo auténtico y lo sano, y nos perdemos a nosotros mismos. Es necesario volver a la esencia y entender la belleza como una cualidad intrínseca a la persona. Todos somos bellos si reconectamos de manera libre y consciente con nuestro Yo real, y nos olvidamos del yugo mercantilista y digital.
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